La Toma de Puerto Cabello, el fin de la guerra de independencia

José Alfredo Sabatino Pizzolante

Individuo de Número y Presidente de la Academia de Historia del Estado Carabobo, Miembro Correspondiente por Carabobo de la Academia Nacional de la Historia y Academia Venezolana de la Lengua

El pasado 8 de noviembre arribamos al bicentenario de la Toma de Puerto
Cabello, efeméride que hemos venido abordando siempre movidos por nuestro
empeño de, primeramente, ilustrar sobre el hecho histórico en sí mismo,
despejando en lo posible algunas ideas erróneas que sobre el evento subsisten en
el imaginario colectivo; y, en segundo lugar, insistir acerca de la significación y
alcance del episodio con el fin de sacarlo del localismo a que ha sido condenado
por la historiografía oficial y visiones gubernamentales. Nos referimos,
concretamente, al carácter de apéndice de la Batalla Naval del Lago que desde
antaño se le ha atribuido a la toma, cuando se trata de eventos que, como lo
venimos reiterando, deben ser valorados en singular y con fundamento a su peso
específico por respeto a la historia y sus protagonistas. Al considerar nuestro
tortuoso proceso de independencia, imposible resulta hablar de la victoria en la
sabana de Carabobo sin hacerlo de la batalla naval, pero tampoco de la toma,
pues con la primera se asesta duro golpe a las fuerzas terrestres de los realistas,
con la segunda se descalabra la importante flota enemiga y con la tercera,
conviene insistir en ello, se pone punto final a la guerra de independencia en
territorio entonces colombiano.

Tras el triunfo de Carabobo, la ciudad marinera que desde junio de 1812 se
encontraba bajo control realista, se convierte en punto estratégico para sus
aspiraciones de una contra-ofensiva que les permitiera retomar control del
territorio. Las circunstancias, sin embargo, le plantearon grandes dificultades. Las
desavenencias entre Miguel de la Torre y los miembros del ayuntamiento por los
empréstidos para el sostenimiento de la tropa y las indemnizaciones por la
destrucción de inmuebles no se harán esperar, dando lugar a serios
enfrentamientos; en agosto de 1822 los conflictos entre los defensores de la plaza
y el ayuntamiento y los comerciantes eran evidentes, entonces el capitán Ángel
Laborde, comandante de la marina, se dirige al Marqués de Casa León, Jefe
Superior Político de las Provincias de Venezuela, con ocasión de las quejas de las
autoridades civiles de la plaza ante la supuesta incapacidad de la marina de
defender el puerto ante el avance del ejército revolucionario,
solicitándole intercediera ante el ayuntamiento para que le remitieran copia de

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algunos testimonios. La escasez de alimentos en la ciudad amurallada, por otra
parte, planteaba muy serias dificultades a los realistas que se ven obligados a
solicitar reiteradamente donativos y empréstitos forzosos y
voluntarios a los vecinos de la plaza,  con el fin de equilibrar el consumo de
provisiones alimenticias del ejército que la defendía. Una nota aparecida en El
Colombiano, del 8 de octubre de 1823, señala que en la plaza reinaba la idea de
capitular y “que tiene carne y menestra para 18 días, y que harina sí hay mucho
más de 400 barriles…”. Así que el asalto a la plaza era inminente e inevitable, por
más que el general Páez en su Autobiografía pretenda atribuirlo al encuentro
“fortuito” de unas huellas humanas en la playa, que luego resultan ser las del
negro Julián.

Reconocida el 5 de noviembre la laguna (mangle) por los oficiales y el negro
Julián Ibarra -quién conocía como vadearlo sin tocar fondo- el Gral. Páez decide
organizar el asalto a la ciudadela y no al castillo, para la noche del día 7,
movilizando para ello 400 hombres del Batallón “Anzoátegui” y 100 lanceros,
quienes atraviesan el manglar en poco más de cuatro horas para poner pie en la
ciudadela por su parte oriental. Los hombres de las distintas compañías se
movilizan rápidamente en la oscuridad y con el factor sorpresa a su favor, matan y
apresan a los realistas que defendían los distintos puntos de la plaza fuerte. A las
6:00 am el control de la plaza era absoluto, momento cuando por el frente de la
estacada entran los generales Páez y Bermúdez. El comandante militar realista,
brigadier Sebastián de la Calzada “que valerosamente se mantuvo en el Príncipe
con su Estado Mayor, sufrió la suerte de prisionero, habiéndose sostenido hasta
que, muertos o heridos casi todos los que guarnecían aquella batería, fue forzoso
ceder al esfuerzo de nuestra columna…”, según lo consigna  el coronel Woodberry
en el Boletín del Ejército Sitiador; mientras que el coronel Manuel Carrera y Colina,
quien se encontraba junto a La Calzada, “huyó cobardemente a los primeros tiros
abandonando sus propios amigos y compañeros, y herido levemente en un brazo
se salvó al Castillo…”, como se lee en los documentos oficiales. Dos días más
tarde terminará capitulando. De aquella operación militar, dijo Páez, jamás se
había visto una ejecutada con tanto arrojo, pericia y disciplina, sobre todo, por las
dificultades que presentaba un tránsito a través del agua y el lodo, bajo el ojo
vigilante del enemigo.

Las pérdidas sufridas por los realistas: 156 muertos, 59 heridos y más de
250 prisioneros, entre oficiales y tropa, además todos los individuos de la
municipalidad, los empleados de rentas, el auditor de guerra y el jefe superior
político e Intendente don Diego de Alegría. Las pérdidas patriotas: 6 muertos
y 22 heridos, aproximadamente, haciéndose con un botín de guerra constante de

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sesenta piezas de artillería de todos los calibres, seiscientos veinte fusiles, tres mil
quintales de pólvora y seis lanchas cañoneras, más tarde devueltas a sus
propietarios en atención a los términos de la capitulación.

El 10 de noviembre vencedores y vencidos, representados por el coronel
Manuel Carrera y Colina, negocian los términos de la capitulación acordándose,
entre otros puntos, que al abandonar la guarnición realista la fortaleza de San
Felipe, se “verificara con bandera desplegada, tambor batiente, dos piezas de
campaña con veinticinco disparos cada una y mechas en encendidas, llevando los
señores jefes y oficiales sus armas y equipaje, y la tropa con su fusil, mochilas,
correajes, sesenta cartuchos y dos piedras de chispas por plaza, debiendo a este
acto corresponder las tropas de Colombia con los honores acostumbrados de la
guerra”. El transporte con destino a La Habana del brigadier Sebastián de la
Calzada, jefes, oficiales y tropas españolas se le encomienda al Capitán de
Fragata J. Mactlan al mando del bergantín Pichincha y acompañados de la
corbeta Boyacá y otras. La flotilla de Mactlan estará de vuelta en el puerto hacia la
tercera semana de diciembre de 1823, trayendo informes de hallarse Cuba en un
estado de la mayor confusión y consternación. A los buques colombianos no se
les permitió inicialmente la entrada al puerto, aunque más tarde les dejarían entrar
con sus banderas enarboladas, “pero los botes eran continuamente apedreados, e
insultados por los habitantes”. El Gobernador de la isla recibió cortésmente a los
oficiales, pero les intimó al mismo tiempo que no les podía permitir andar
libremente en tierra porque la situación interna en aquel momento no era la mejor.

La toma de la plaza fuerte de Puerto Cabello fue una memorable acción, que
vestiría de gloria al general Páez, sus oficiales y soldados. El general Francisco de
Paula Santander, en su condición de Vicepresidente de la República, decretó
honores a los vencedores. El Batallón Anzoátegui pasó a llamarse “Valeroso
Anzoátegui de la Guardia”, el regimiento de caballería Lanceros de Honor fue
denominado en lo adelante “Lanceros de la Victoria”, a los Jefes, oficiales y tropas
que participaron en el ataque y ocupación de la plaza se les concedió el uso de
una medalla “que llevarán del lado izquierdo del pecho, pendiente de una cinta
carnecí (sic), con esta inscripción: Vencedor en Puerto Cabello año 13º”, de oro
para los jefes y oficiales, y de plata para los soldados; mientras que la misma
medalla montada en diamantes le correspondió a los Generales en Jefe José
Antonio Páez y José Francisco Bermúdez. Finalmente, la medalla de los
libertadores de Venezuela, le será concedida a todos los jefes, oficiales y tropa de
la división del ejército y a los de marina, que concurrieron al sitio.
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Para Puerto Cabello el heroico episodio significó, indudablemente, dejar atrás
los años de fidelidad monárquica para enrumbarse por mejores tiempos
republicanos, pero para Colombia la grande fue un respiro que le permitió disponer
de recursos y hombres para la libertad definitiva del sur. Mucho por discutir
todavía, especialmente, sobre la significación y alcance de esta importante
victoria, mucho por escribir respecto de algunos personajes y sus motivaciones,
fundamental divulgar esta gesta bicentenaria entre los jóvenes venezolanos para
convertirla, definitivamente, en una efeméride nacional.

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